JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ

JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ

  El medio ambiente sano, un objetivo y a la vez una necesidad de las sociedades modernas, al que en el pasado no se prestaba atención por causa de una ceguera colectiva, se ha constituido en primera prioridad en el quehacer de los gobiernos. Corresponde a un verdadero derecho, garantizado en la Constitución y en los tratados internacionales. Los atentados contra él son atentados contra el género humano. Su sostenimiento y defensa son funciones básicas de toda organización estatal.

  La Constitución colombiana declara que todas las personas tienen derecho a gozar de un ambiente sano, y que es deber del Estado proteger su diversidad e integridad, conservar las áreas de especial importancia ecológica y fomentar la educación para el logro de estos fines.

Numerosas sentencias de la Corte Constitucional, desde 1992 hasta hoy, han insistido en que el Estado no puede dejar de intervenir para asegurar la preservación del ambiente. De lo cual resulta que, con mayor razón, el Estado no debe llevar a cabo, él mismo, actividades que dañen o perturben el ambiente, o que amenacen causar o causen daño a la flora o a la fauna.

  AMBIENTE Y CULTIVOS ILÍCITOS

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Es muy oportuna y  acertada en ese sentido la sentencia dictada por el Consejo de Estado que, al anular normas en contrario, ordenó al Ejecutivo abstenerse de continuar la aspersión aérea o fumigación con glifosato, en particular en los parques nacionales naturales, por cuanto ello implica un riesgo potencial para la conservación del medio ambiente. Desde luego, no se desconoce la importancia que el Estado colombiano ha concedido a la lucha contra el narcotráfico, una de cuyas expresiones reside en la erradicación y sustitución de los cultivos de coca en las zonas del territorio nacional en que esa actividad ilícita tiene lugar.

Pero, como lo pone de presente este importante fallo, los parques nacionales están llamados a la preservación de los recursos naturales y del ambiente, motivo por el cual resulta al menos contradictorio que el Estado lleve a cabo en esas áreas -que son de reserva- prácticas de fumigación que puedan repercutir en perjuicio de la ecología, aunque el objetivo que con ello se persigue sea tan loable como la eliminación de los cultivos ilícitos.

El fin no justifica los medios, y el Gobierno debe explorar cuáles podrían ser los mecanismos que consiguieran los mismos propósitos buscados, pero sin daño ni amenaza al ambiente.