JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ

AMBIVALENCIA

(25-07-13)

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La ambivalencia es definida por el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua como “estado de ánimo, transitorio o permanente, en el que coexisten dos emociones o sentimientos opuestos; como el amor y el odio”.

Ejemplo: “Colombia ha avanzado lo suficiente para decir que no necesitamos más oficinas de derechos humanos de las Naciones Unidas”  (Presidente de la República, 16 de julio de 2013).

“El ciclo de esa Oficina está llegando a su fin en Colombia” (Ministro de Defensa, 17 de julio de 2013).

“Colombia es un caso exitoso de la presencia de las Naciones Unidas en cualquier país” (Canciller, 18 de julio de 2013).

“Debemos reconocer que tocamos fondo. Que la guerra se deshumanizó y nos deshumanizó. Queremos que el papel de la Oficina se convierta en un papel proactivo para que la justicia transicional, la verdad, la justicia y la reparación sean efectivas”. (Presidente de la República, 24 de julio de 2013).

El Vicepresidente de la República había anunciado que el mandato a la Oficina de Naciones Unidas para los Derechos Humanos se prorrogaba por tres años. Ahora decidieron prorrogar sólo por un año, y por último el Presidente anuncia que en octubre del año entrante se renovará el mandato.

Sí. El  gobierno colombiano, en varios temas de trascendencia, suele decir hoy una cosa, mañana otra, y pasado mañana otra, sin sonrojarse. El país se ha venido acostumbrando a eso; y el Gobierno improvisa demasiado; cambia de posiciones con enorme facilidad,  y está siempre dispuesto a cambiar de nuevo.

Pero todos los seres humanos –pensará el lector-, dada nuestra natural imperfección, corremos el riesgo de equivocarnos, y nos hemos equivocado muchas veces. Por tanto, siendo humano el gobernante, puede equivocarse y está bien que, cuando lo hace, rectifique.

De acuerdo, pero la  teoría del ensayo y el error –o de la equivocación y la corrección- no pueden  ser políticas permanentes de los gobiernos, ni cabe su aplicación en todas las materias.

Por el contrario, un gobierno –particularmente en una época como la actual y en una sociedad tan convulsionada como la nuestra- está llamado a trazar directrices y a señalar líneas de comportamiento, en las que se combine la estabilidad de las políticas con la flexibilidad y la capacidad de reacción ante acontecimientos sorpresivos. Es decir, un gobierno se elige para dirigir, orientar, establecer pautas, conducir, llevar el timón del Estado, y por tanto, lo que de él se espera no es la sorpresa diaria, que da lugar a incertidumbre (como la que se ha generado con la Oficina de Naciones Unidas), sino una alta dosis de seguridad, planeación y previsión. Desde luego, para ello requiere coordinación en su interior.

Al logro de esos objetivos se oponen la improvisación y la descoordinación. El Presidente no puede estar trazando las políticas y anunciando las decisiones en la medida en que se le va ocurriendo algo brillante mientras pronuncia un discurso; ni puede permitir que cada uno de sus ministros, por su lado y sin previo acuerdo, haga lo propio. Porque, cuando así actúa el gobierno, aunque tenga las más loables intenciones, genera desconfianza, inestabilidad y pérdida de credibilidad. La ambivalencia no debe ser una política de gobierno.  

 

 

LA CONSTITUYENTE NO ES EL MECANISMO

(23 - 06 - 13)

Insisten los voceros de las Farc en La Habana en la convocatoria de una asamblea constituyente para refrendar los acuerdos a los que se llegue en el curso del actual proceso de paz.

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A esa propuesta han respondido tanto el gobierno como el Dr. Humberto de la Calle -conductor de las negociaciones- con argumentos contundentes que demuestran cómo ese mecanismo de reforma constitucional no es idóneo para el objetivo buscado.

Varios juristas han hablado de un referendo, que sería de más rápido trámite y que significaría la legitimación del proceso y de los acuerdos directamente por el pueblo.

Otros, como Antonio Navarro, han hablado de un plebiscito. Sin embargo, pese a la buena intención de la propuesta -que quiere buscar un punto de consenso-, debemos decir de una vez con toda franqueza que, si lo que se quieren es aprobar los acuerdos y si ellos -como es muy probable- implicarán algunas enmiendas constitucionales, el plebiscito es improcedente, pues el artículo 78 de la Ley 134 de 1994, Estatutaria de Mecanismos de Participación, señala de manera expresa: “En ningún caso el plebiscito podrá versar sobre la duración del período constitucional del mandato presidencial, ni podrá modificar la Constitución Política”. Además, el plebiscito está orientado a que el pueblo se pronuncie sobre la adopción de decisiones, no para refrendar o dar aprobación a textos normativos. Por eso, el denominado plebiscito de 1957, en cuanto adoptó textos constitucionales, no fue técnicamente un plebiscito sino un referendo.

El referendo, en cambio, es perfectamente viable para la finalidad que ahora se persigue y encaja en las previsiones de la Constitución (art. 378), ya que mediante él puede ser convocado el pueblo, mediante ley, para que resuelva si aprueba o no los textos constitucionales que resulte necesario plasmar en desarrollo de los acuerdos.

En cuanto a la constituyente, aparte de las dificultades formales y del largo trámite que exige, como lo hemos subrayado en otra columna, es muy factible que se desvíe del propósito de legitimación de los acuerdos y se traslade -desbordando los límites que se le señalen- al terreno de una contra-reforma constitucional, esto es, que modifique su objeto inicial y termine desmontando o despedazando la Constitución de 1991.

Aunque no se presente el conocido fenómeno del desbordamiento de competencias, ni la Constituyente, pese a su misma fuerza política, no busquecrear un orden jurídico nuevo y distinto, deponiendo el actual, lo cierto es que, con todo y la fijación de competencias que establezca la ley, una asamblea constituyente se convoca para debatir y aprobar normas de rango constitucional que surgen de su propio seno y de la deliberación de sus integrantes, no con la tarea de aprobar acuerdos, convenios o disposiciones ya adoptados por otros.

Una constituyente, como del vocablo resulta, es para “constituir”, para introducir normas constitucionales que modifiquen o sustituyan las existentes, no para respaldar acuerdos.

 

Ahora bien, si vamos al ordenamiento vigente, que en todo caso debe ser respetado, sea cualquiera la forma que se escoja para avalar los acuerdos de La Habana, estipula, sin dar lugar a esguinces, que los delegatarios a la asamblea deben ser elegidos popularmente, lo cual descarta desde el principio que en los acuerdos se pueda asignar a la guerrilla un cierto número de curules, y, como podrían aspirar todas las fuerzas políticas del país, sólo Dios sabe cómo estaría conformada la asamblea y cuáles serían los cambios institucionales que ella traería consigo. La constituyente no estaría obligada a respetar los acuerdos.

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Límites infranqueables

.- Poco a poco se está tomando conciencia en el país acerca de que, siendo una prioridad la búsqueda de una solución política al conflicto armado, y siendo algo esencial para el futuro de la República la búsqueda de la paz, sin embargo, no es admisible que, en procura de tales objetivos, pueda el Gobierno colombiano entregar o sacrificar la institucionalidad.

Como lo dijo el cardenal Rubén Salazar, aunque es deseable y posible  llegar a un acuerdo sobre el fin del conflicto, no se trata de negociar otro tipo de Estado, ni de romper con la Constitución vigente, y las Farc deben ser conscientes de las limitaciones que al respecto tiene el Gobierno, dentro de una agenda ya pactada.

Todos entendimos, porque así resulta de nuestro ordenamiento jurídico, que el presidente Santos emprendía las negociaciones dentro de un esquema o “marco”, como denominaron lo aprobado por el Congreso mediante Acto Legislativo 1 de 2012. Ahora resulta que los delegados de la guerrilla no solamente se salen de la agenda, sino que quieren salirse del marco trazado, y dejarnos sin la Constitución de 1991. Que no a otra cosa equivale la convocatoria -en que insisten- de una asamblea nacional constituyente, para hacer lo mismo que querían los paramilitares en Ralito: “refundar la Patria”.

En las últimas horas ha dicho el fiscal general de la Nación, Eduardo Montealegre, que duda mucho sobre la posibilidad de que los jefes y los mayores responsables de crímenes de lesa humanidad y de crímenes de guerra cometidos por las Farc puedan acceder a procesos de elección popular y al ejercicio de la actividad política, como lo han venido planeando. También ha señalado el Fiscal que ahora sí tiene pruebas sobre tales comportamientos punibles cometidos por guerrilleros de esa organización armada contra la Humanidad. Ha agregado, con razón, que además la terminación del conflicto y la paz que se persigue no son propósitos que puedan cristalizarse si no hay una verdadera y real entrega de las armas. En otras palabras, que aquello de “dejarlas” -mantenerlas guardadas pero en poder de los guerrilleros- no es admisible, ni lo puede aceptar el Gobierno. Entre otras cosas -agregamos- porque ese no sería un fin del conflicto, sino una pantomima.

En fin, no todo vale cuando se propende a objetivos loables. La búsqueda de la paz es legítima sin que implique atropellar el Derecho, ni acabar con los principios y las reglas de la democracia.