¡ADIÓS A LA SABANA DE BOGOTÁ!

¡ADIÓS A LA SABANA DE BOGOTÁ!

Mi poniente ahora seguirá oteando allende el horizonte desde Fusagasugá (Fusa, en familia), para irme acostumbrando

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Octavio Quintero (25 de agosto de 2014)

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Hoy me estoy despidiendo formalmente de 50 años de labor periodística en la Sabana de Bogotá a la que llegué en 1964, acogido por la Cadena Caracol bajo la dirección de Antonio Pardo García y, posteriormente, Timoleón Gómez, a quienes debo el cobijo que me ofrendaron en esos difíciles años, sobre todo para los paisas, visceralmente no gratos a los rolos.
Amo a Bogotá, casi tanto como a mi entrañable Antioquia. Aquí nacieron mis tres hijos y aquí en esta fría altiplanicie echaron sus raíces y son parte de esa nueva generación de bogotanos cosmopolitas que marca a la capital en su complejo desarrollo social, un tanto al ritmo de Facundo Cabral: “No soy de aquí, ni soy de allá”…
En mi periplo periodístico, “aprendí todo lo bueno, aprendí todo lo malo”, al estilo de Rolando Laserie: lo bueno, haber desempeñado el periodismo dentro de la mayor honestidad, a pesar de las afugias propias del inmigrante paisa; lo malo, tener que dejar por prescripción médica preventiva “el climita que a mí más me gusta”, como decía con los brazos extendidos, como el Corcovado de Río, siempre que aterrizaba en la altiplanicie proveniente de las cálidas tierras de la costa o de los llanos.
En los últimos 15 años la pasé en los alrededores de la capital y aprendí que hacer periodismo en la llamada provincia es toda una odisea que no se manifiesta en la Alfombra Roja de “La Noche de los Mejores”, pero que ahí está como testimonio de una profesión que sutilmente se entremezcla con el poder dominante, desde la Casa Presidencial hasta el Despacho Municipal del más apartado e ignoto municipio.
Qué aleccionante fue sentirse en principio un Gulliver en el país de los enanos y despertar luego en el país de los gigantes, y ver que no era más que uno de tantos periodistas de pueblo que luchan en su entorno por salvar la vida de una pinga quebrada; un último árbol; un último pájaro… Un último UNO.
A decir verdad, “No te digo adiós”, Sabana de Bogotá; “te digo hasta siempre”, dice Leo Marini, pues, no se pueden borrar impunemente 50 años de vivir, gozar y sufrir los avatares de un proceso urbano que a la par conmigo pasó en este medio siglo de un millón a 10 millones de habitantes.
Y me voy con la íntima convicción de que nunca alcance a conocerte y de que ya nadie podrá decir que te conoce, Bogotá de hirientes contrastes; de esplendidos escenarios e intrincados recovecos; ciudad de todos y de nadie; urbe imponente de la que solo se necesita alzar la vista hacia Monserrate para ver todavía humildes campesinos arriando un “burrao” de desperdicios para todos en la casa, incluyendo perros, gallinas y marranos, y a la espalda un mercadito para paliar el frío y el hambre de los suyos.
Fin de folio/Mi poniente ahora seguirá oteando allende el horizonte desde Fusagasugá (Fusa, en familia), para irme acostumbrando.